La humildad nos lleva a la realidad, y para poder
querernos mil veces más primero tenemos que ser realistas, asumir lo
que somos y desde ese punto crecer. A semejanza del sistema de
control de un invernadero, donde se monitorizan y adaptan las
variables de humedad y temperatura, la variable que debemos
monitorizar en nosotros mismos para controlar nuestra humildad es el
orgullo. Una estima exacerbada o extrema por nosotros mismos nos
lleva a pensar que sólo existimos nosotros, que somos el centro del
universo, que lo que hacemos está todo bien y además nos olvidamos
de los demás.
El exceso de orgullo produce los mismos efectos que
si te escayolan los codos, de tal manera que no podrás flexionar los
antebrazos y por lo tanto no podrás acercarte las cosas a la cara,
tu cara se habrá alejado de tus manos y sólo podrán alcanzar la
cara de otros. De la misma manera tu exceso de orgullo, es decir, tu
vanidad o tu soberbia, te alejarán de tu propia realidad y sólo
podrás ver la realidad de otros.
Siendo humildes seremos realistas y esto nos
permitirá conocernos mejor, saber en qué estamos bien y en qué
tenemos que mejorar. La humildad es además un estupendo inhibidor de
falsas ilusiones. Te pongo un ejemplo para que me entiendas lo que
quiero decir: hace una semana fui a comer con unos amigos a un
restaurante cercano, al poco de comenzar a comer se sentó en una
mesa contigua una pareja conocida, nos saludamos y continuamos cada
uno por su lado. Pues bien, el perfume que provenía de la mujer era
tan fuerte que distorsionaba el olor del caldo que tenía delante,
incluso al paladar sabía raro. La humildad ejerce en nosotros un
efecto de filtro, evitando o atenuando las falsas creencias o
influencias, dado que en todo momento sabemos quiénes somos, cómo
somos y qué queremos.
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